La esfera social y el medio
ambiente
La dinámica poblacional y la económica
son inseparables y ambas afectan el medio ambiente que, a
su vez, repercute en ellas. El gran crecimiento de la población
y el desarrollo de la tecnología en el siglo XX han
potenciado la empresa humana a magnitudes sin precedente en
la historia. Esto ha impactado el entorno ambiental en diversos
niveles. Para comprender estos fenómenos se debe tomar
en cuenta no sólo el tamaño de la población,
sino también las características de la misma.
Por ejemplo, la población urbana tiene una relación
con el entorno muy diferente de la que experimentan los habitantes
del campo. El impacto de un estadounidense promedio sobre
la naturaleza es de una escala mucho mayor y de un tipo muy
distinto al de un indígena tarahumara. De la misma
manera, existen diferencias considerables en los efectos que
generan pobres y ricos en el medio ambiente.
Los efectos del hombre sobre el entorno pueden evaluarse en
términos de su huella ecológica, es decir, de
la superficie necesaria para producir los bienes que consume,
dotarlo de servicios y absorber o reciclar sus desechos. Con
base en la superficie biológicamente productiva de
nuestro planeta y en el tamaño de la población
mundial, hay aproximadamente dos hectáreas de terreno
productivo per cápita, mientras que la huella ecológica
por persona en 1996 era de 2.8. Esto significa que estamos
explotando los recursos a una tasa superior a la que se generan:
una forma de manejo que claramente es insostenible (véase
La huella ecológica),
lo que explicaría en parte la degradación del
medio ambiente global.
La huella ecológica del mexicano (2.67) también
sobrepasa la capacidad biológica de nuestro territorio
(1.65). Nuestro país se encuentra entre las 15 naciones
que tienen mayores huellas ecológicas en el mundo.
Esto se debe no tanto al impacto individual de nuestros habitantes
(comparado, por ejemplo, con la huella de un estadounidense,
que es de 12.25), sino a su elevado número. No se ha
estudiado cómo diferentes segmentos de la población
mexicana contribuyen a esta huella ecológica pero,
en general, se considera que ésta es mayor para los
pobladores de las grandes urbes (véase_Las_huellas_del_desarrollo).
Localmente, los efectos más visibles de las ciudades
son el cambio de uso del suelo y la generación de todo
tipo de residuos contaminantes, pero existen otros que tienen
una magnitud difícil de percibir. La ciudad de México
se abastece de agua procedente de los estados de México,
Guerrero y Michoacán, y desaloja residuos a través
de las corrientes fluviales de Hidalgo y Veracruz; la electricidad
que utiliza se genera en zonas tan remotas como Chiapas; consume
un mayor volumen de productos generados por nuestros socios
comerciales en Norteamérica, y las emisiones de gases
de invernadero que generan su industria y transporte contribuyen
al cambio climático a escala planetaria.
Como resultado de los fenómenos migratorios, la población
urbana se aglomera en unas pocas ciudades que crecieron en
forma explosiva durante el siglo XX. Esta concentración
agrava los efectos ambientales de las metrópolis: acentúa
la depredación de los recursos en las zonas circundantes,
incrementa el transporte de los mismos desde sitios distantes
y agudiza la contaminación local. Las recientes tendencias
de migración desde los núcleos más densamente
poblados hacia ciudades más pequeñas pueden
resultar en la dispersión de estos problemas en el
territorio, así como reducir las distancias por las
que se deben transportar los insumos desde las zonas donde
se producen. También pueden generar conflictos en las
regiones de mayor crecimiento, cuya infraestructura está
diseñada para un número menor de habitantes.
La población rural mantiene relaciones muy diferentes
con su medio ambiente. En el campo las actividades productivas
tienen distintas modalidades que afectan al entorno en forma
característica. La agricultura y la ganadería
tecnificadas que se practican primordialmente en el norte
y centro de nuestro país, así como la explotación
forestal en gran escala, se caracterizan por la remoción
total de la cubierta vegetal natural y están orientadas
a la economía de mercado. Por el contrario, un sector
importante de la población lleva a cabo actividades
más bien dirigidas al autoconsumo y sus prácticas
productivas a veces implican una menor alteración del
medio ambiente en el corto plazo. Este grupo campesino cuenta
con un muy importante componente indígena.
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Los diferentes grupos indígenas destacan entre los
protagonistas del medio ambiente en México. Su modo
de vida depende íntimamente de los recursos naturales,
ya que en su mayoría son campesinos o ganaderos en
pequeña escala (Figura 1.6).
Aún más, su economía está ligada
a la naturaleza para la obtención de otros bienes,
tales como alimentos, vivienda, medicamentos y productos
de intercambio (véase Uso
indígena del medio ambiente). Bajo estas condiciones,
la supervivencia de los indígenas, así como
la continuidad de su cultura, dependen absolutamente de
la preservación de los recursos naturales.
Esta situación cobra especial relevancia cuando se
toma en cuenta que una parte muy importante de la biodiversidad
nacional se concentra en regiones indígenas.
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Éstas se localizan sobre todo en los trópicos,
que son las regiones más biodiversas (Mapa
1.10). Dos de cada cinco áreas naturales protegidas
se encuentran en municipios con una población indígena
estimada de 30% o más. Casi la tercera parte de las
regiones terrestres prioritarias para la conservación
reconocidas por la Conabio se localizan en regiones con
una importante población autóctona (INI-PNUD,
2000). En regiones indígenas se han registrado 103
especies de aves endémicas, así como 620 de
las 925 especies de animales protegidas por la NOM-059-ECOL-1994.
Se estima que más de la mitad de las especies biológicas
endémicas en nuestro país habitan en territorios
cuya población es mayoritariamente indígena.
Cerca del 60% de la superficie arbolada que se preserva
en México también se encuentra en municipios
de población autóctona (Poder Ejecutivo Federal,
2001). Ante este patrón, se ha concluido que el indígena
juega un papel favorable, o cuando menos no destructivo,
en el medio ambiente. Si bien hay evidencia más o
menos fundamentada que apunta en este sentido, en algunos
casos también existen hechos que muestran lo contrario
(véase_Prácticas_indígenas
y medio ambiente). Existen numerosos ejemplos en los
que la introducción de elementos tecnológicos
ajenos, como el uso de fertilizantes, ha alterado negativamente
las prácticas indígenas de producción;
aunque también se conocen situaciones donde el efecto
ambiental ha sido positivo (véase_El_cambio
de las tecnologías tradicionales).
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Los indígenas, y en general las comunidades rurales,
aún se encuentran en fases incipientes del cambio
demográfico (Figura 1.8). Si bien la propensión
de la población campesina es a crecer, la migración
tiende a compensar la mayor natalidad. Existen regiones
en las cuales la población indígena ha aumentado
–como en Yucatán, donde casi no hay emigración–
o se ha reducido –como en la Mixteca, donde la migración
es muy grande–. El cambio en el número de habitantes,
tanto si éste se incrementa como si desciende, altera
las relaciones entre el hombre y su medio, y en ambos casos
puede resultar en la degradación ambiental (véase
Crecer o migrar: ¿y
la naturaleza?).
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La pobreza rural no sólo determina los cambios demográficos.
Un modelo que ha recibido mucha difusión propone
que la pobreza y la degradación ambiental interactúan
acelerándose mutuamente. El deterioro del entorno
reduce la disponibilidad de los insumos silvestres necesarios
para la subsistencia, por lo que es necesario intensificar
las actividades productivas. El resultado es una degradación
ambiental cada vez mayor, con lo que se establece un círculo
vicioso (Figura 1.9). De ahí que en numerosos foros
se haya destacado la importancia del combate a la pobreza
dentro del marco de la conservación del medio ambiente.
Algunos de los programas gubernamentales de combate a la
pobreza comienzan a incorporar el tema del medio ambiente
dentro de sus estrategias (Recuadro
I.5.6).
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El modelo del círculo vicioso sin duda se aplica
en algunos casos, sin embargo estudios recientes han encontrado
que se trata de una situación relativamente poco
común. La intensificación de la producción
a menudo tiene lugar más en el ámbito económico
que en el ecológico. Ante la incapacidad de producir
más, el campesino acude al mercado para satisfacer
sus necesidades. El papel de las políticas sociales
y económicas en la degradación o conservación
del medio ambiente es crítica dentro de este modelo.
Abundan ejemplos en los cuales las políticas sociales
o económicas determinan muy fuertemente la degradación
o conservación del medio ambiente (véase,
por ejemplo, Precios y medio
ambiente: los cafeticultores chiapanecos, en el capítulo
2).
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La producción
agropecuaria en gran escala, destinada al mercado, tiene otros
efectos sobre el medio ambiente. El más evidente es
la remoción total de la cobertura vegetal natural.
Grandes extensiones de territorio –principalmente hacia
el centro del país– han sido explotadas de esta
manera desde hace siglos. En estas zonas se han implementado
con mayor éxito los avances que la revolución
verde y la mecanización trajeron consigo*. En muchos
casos se trata de actividades agropecuarias que requieren
muchos insumos, tales como fertilizantes, insecticidas, herbicidas,
semillas mejoradas y riego. La productividad es más
alta que en los sistemas tradicionales y sobre estas zonas
descansa, en gran medida, la alimentación de la creciente
población urbana. Sin embargo, los impactos que estas
actividades tienen en el largo plazo amenazan la sustentabilidad
de las mismas. El uso de sustancias agroquímicas puede
contaminar los mantos freáticos o el suelo (véase
el capítulo 3), mientras que en las zonas secas se
sobreexplotan las aguas subterráneas para emplearlas
en el riego (véase el capítulo 4).
La apertura de sitios para el desarrollo de estas actividades
agropecuarias especializadas ha tenido efectos muy graves
sobre la conservación. Tal es el caso de los bosques
tropicales perennifolios de México, que sufrieron la
destrucción masiva de miles de kilómetros cuadrados
por la siembra de pastos forrajeros. La mayor parte de los
67 mil kilómetros cuadrados de potreros de Veracruz,
Tabasco y Chiapas procede de bosques tropicales. La situación
es particularmente crítica, pues se trata de la devastación
de uno de los ecosistemas más diversos del mundo.
Mientras la tendencia hacia la urbanización prosiga,
la producción agropecuaria especializada continuará
creciendo para abastecer la demanda citadina. La reestructuración
del sistema de ciudades, debida a la migración interna,
seguramente modificará las pautas actuales de producción
en el campo.
La extracción de maderas ha seguido una trayectoria
semejante a la agropecuaria. Hemos transitado de la extracción
campesina en pequeña escala a la comercial, que modifica
totalmente la cobertura vegetal. La remoción de ésta
es capaz de alterar el microclima, al grado que la regeneración
es sumamente difícil. Esto se ha encontrado especialmente
en algunos ecosistemas selváticos (Shukla et al., 1990).
Al comparar las diferentes formas de producción en
el campo se distinguen tanto las intervenciones humanas muy
intensas, aunque de breve duración, como aquellas de
bajo impacto, pero por periodos muy largos. Así, por
ejemplo, la extracción comercial de maderas en gran
escala corresponde al primer tipo, o disturbio agudo, mientras
que el manejo indígena cae dentro del segundo grupo,
o disturbio crónico. Este último tipo de perturbación
hormiga puede provocar alteraciones igualmente graves en el
ecosistema e, incluso, resultar más difícil
de revertir que el disturbio agudo (véase
Disturbio natural, agudo y crónico). Es posible
que en las últimas décadas, este tipo de perturbación
haya generado un grave deterioro ambiental en el medio rural
marginado.
Uno de los fenómenos demográficos
que más afectan a la naturaleza en las zonas rurales
es el desplazamiento de la población hacia zonas previamente
deshabitadas. Esto implica un crecimiento poblacional en áreas
de baja densidad demográfica, lo que se espera tenga
efectos negativos bajo algunos escenarios (Recuadro_I.2.3).
Además, generalmente se trata de tierras que han permanecido
despobladas debido a que son marginales, esto es, inadecuadas
para las actividades humanas dada su fragilidad (por ejemplo,
terrenos muy inclinados, pantanosos o áridos). Entre
1990 y 2000 se establecieron más de 42 000 nuevas localidades
en el país. Veracruz, Oaxaca, Chiapas y Jalisco fueron
los estados con mayor crecimiento en número de localidades,
mientras que la máxima densidad de nuevas localidades
se registró en Morelos, Distrito Federal, Tlaxcala,
Aguascalientes y Quintana Roo (Mapas
1.12 y 1.13).
No sólo la población humana afecta al medio
ambiente, también ocurre lo opuesto. Un entorno ambiental
degradado es improductivo, lo que puede resultar en desnutrición.
La contaminación daña a la salud humana. Se
calcula que cada año hay de 2 000 a 4 000 muertes en
las ciudades como resultado de la contaminación y se
reportan unos 6 000 casos anuales de campesinos intoxicados
por el uso de plaguicidas. Los efectos nocivos de algunos
elementos ambientales sobre la salud humana se engloban dentro
del área conocida como salud ambiental (Recuadro_I.2.3).
El tema de la salud ambiental aún no se comprende en
su debida forma, por lo tanto, las acciones que se llevan
a cabo para mejorar la salud de la población son todavía
incipientes (Recuadro_I.2.3).
Sin embargo, se han dado ya los primeros pasos para desarrollar
una política nacional de salud ambiental (Recuadro_I.2.3). |
*
Gracias a las cuales se logró duplicar la producción
mundial de alimentos entre 1961 y 1996, con sólo un incremento
de un 10% en la tierra cultivable. |
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