Zonas frágiles |
__Las
montañas: delicados gigantes. |
__Zonas
secas: la amenaza de la desertificación |
La Agenda 21, adoptada en la Cumbre de la
Tierra de 1992, reconoce dos ecosistemas como sumamente frágiles.
Se trata de las zonas secas y las de montaña, referidas
en los capítulos 12 y 13, respectivamente, de dicho
documento. Ambos sistemas están representados ampliamente
en México. Su fragilidad se expresa en varias dimensiones,
como la social o la biológica, pero es en los suelos
donde de manera particular muestra sus manifestaciones más
dramáticas.
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Las montañas: delicados gigantes.
Las montañas constituyen uno de los ecosistemas
de mayor importancia en el mundo. Bastan algunas cifras
(véase Numeralia_montañesa
en el mundo) para darse cuenta de que son zonas estratégicas.
Por ejemplo, los declives y desniveles son ambientes de
alta energía capaz de ser aprovechada por el hombre
mediante plantas hidroeléctricas, pero cuya construcción
también puede representar riesgos y causar desastres
como deslaves o erosión rampante. Los extremos climáticos
son la norma: la variación de la temperatura a lo
largo de un día en las montañas tropicales
es tan grande como la diferencia de temperaturas entre verano
e invierno en el norte de Europa; por lo general, las alturas
de las cordilleras son áridas, aunque también
los ecosistemas más lluviosos del planeta se encuentran
en zonas montañosas. Las sierras más elevadas
tienen climas muy fríos, por lo que los procesos
biológicos son más lentos. Esto debe tomarse
en cuenta al extraer recursos como leña o provocar
deterioro del suelo, ya que la recuperación de este
ecosistema resulta sumamente lenta o incluso irreversible.
Los desastres naturales como terremotos, erupciones volcánicas
o avalanchas, son más frecuentes en las cordilleras
que en las tierras bajas. Todo esto hace que las montañas
sean ecosistemas sumamente frágiles.
Debido al gran número de microambientes que se encuentran
en las cordilleras, diferentes porciones de una misma sierra
son el hábitat de especies biológicas diferentes.
El aislamiento en el que viven unas y otras ha promovido
que muchas sean endémicas de regiones muy pequeñas.
En cuanto a los pueblos que habitan las montañas,
son comunidades que durante siglos han logrado aprovechar
los recursos de las diferentes regiones. En ocasiones han
desarrollado técnicas muy sofisticadas para poder
explotar esos frágiles ecosistemas durante largos
periodos de tiempo. Cabe señalar, sin embargo, que
existe un “gradiente altitudinal de pobreza”,
donde las condiciones económicas se deterioran conforme
se asciende.
Las cordilleras poseen una infinidad de recursos. El advenimiento
de carreteras, túneles y puentes ha transformado
a las montañas en escarpados almacenes de madera,
agua (son la fuente de captación de agua más
importante del planeta), electricidad, minerales (la mayor
parte de las minas del mundo están en montes) y alimento
para las sociedades más prósperas de las tierras
bajas (Denniston, 1996; FAO, 2000; The Panos Institute,
2002).
México es un país eminentemente montañoso.
Cerca de 87.5 millones de hectáreas –poco menos
de la mitad de la superficie nacional– corresponden
a zonas de montaña. Más de las tres cuartas
partes del territorio de Guerrero, Oaxaca y Michoacán
descansan sobre montes. Por su enorme extensión,
los estados de Chihuahua y Durango dan cabida a más
de una quinta parte de las montañas de México
(Mapa III.3.2.2,
Cuadro III.3.2.13).
Los suelos que se encuentran en las montañas son
distintos de los que existen en otras regiones. En las sierras
mexicanas hay proporcionalmente más leptosoles y
regosoles que en ninguna otra parte del país. La
causa principal de esto es el agua, que fluye con gran energía
por las laderas, adelgazando los suelos de algunas zonas
y depositándolos en otras, formando leptosoles y
regosoles, respectivamente.
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El
depósito de sedimentos también origina los cambisoles
y, cuando el sistema llega a estabilizarse, los feozems; ambos
tipos de suelo se encuentran en mayor proporción en
las montañas. Los andosoles, originados por erupciones,
se restringen a las cercanías de los volcanes (Figura
3.11, Mapa III.3.2.3,
Cuadro III.3.2.14);
son fácilmente erosionables, ya sea porque se trata
de suelos muy someros, impermeables o poco consolidados (ver
“Los suelos de México” en este capítulo).
Si a esto se añade que pueden estar ubicados en fuertes
declives, resulta que son tierras muy frágiles. De
hecho, cerca del 70% de la erosión hídrica que
ocurre en el país se presenta en zonas de montaña.
La formación de cárcavas está restringida
en un 82.8% a los montes. Los demás procesos de degradación
de suelos se encuentran mucho mejor representados fuera de
las serranías (Figura 3.12).
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A pesar de la extendida erosión hídrica en
las montañas (58%), el porcentaje de suelos sin degradación
aparente 31%) es apenas menor que en el resto del país
(38%, Figura 3.13, Cuadro_III.3.3.24),
quizá como resultado de la inaccesibilidad y escasa
precipitación en algunas regiones, como la península
de Baja California, la Sierra Tarahumara y de la inaccesibilidad
y gran cubierta vegetal de la Selva Lacandona (Mapa
III.3.3.24). Todas estas cordilleras son las menos alteradas
y se caracterizan por su baja densidad poblacional hasta
tiempos muy recientes.
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Zonas secas: la amenaza de la desertificación
Al igual que los ambientes montañosos, los desiertos
imponen condiciones sumamente difíciles para la vida.
En este caso, las altas temperaturas y la aridez son los
factores ambientales que deben sortear los seres vivos.
El clima suele ser impredecible, con años en los
cuales no cae una gota de lluvia y otros con aguaceros torrenciales.
La vida de muchos desiertos americanos está íntimamente
ligada con el fenómeno climático de El Niño,
que ocurre cada tres a siete años, y que acarrea
humedad hacia las zonas áridas (véase El
Niño propicia los incendios forestales en el
capítulo 2). Durante los meses o años de sequía,
muchos procesos biológicos se ven virtualmente detenidos.
Los ritmos de la naturaleza son más bien pausados
y no llegan a emparejarse con los acelerados tiempos del
hombre. Antes de que el ecosistema pueda recuperarse de
los impactos recibidos, nuevas actividades antrópicas
se dan cita en el mismo lugar.
Otra similitud que tienen las regiones secas y las montañosas
es la pobreza de sus habitantes. Mil millones de las personas
más pobres del planeta viven en regiones secas. Cerca
del 90% de los países con mayor superficie árida
se encuentran en vías de desarrollo.
Las formas de explotación que pueden parecer adecuadas
en un momento dado, se vuelven depredadoras en otro debido
a la variabilidad climática. Típicamente,
los pastores tienen tantos animales como se los permite
el ambiente, pero cuando sobreviene una sequía natural,
el mismo ganado ya no encuentra suficiente alimento y explota
el poco que queda de manera excesiva. Existe la posibilidad
de que, aun cuando regresen las lluvias, el sistema haya
sido alterado tan fuertemente que ya no se recupere. Es
decir, se ha producido un cambio catastrófico (véase
Cambios catastróficos
en el capítulo 2). Como resultado de estos factores
puede producirse la desertificación, entendida como
la degradación de la tierra en zonas áridas,
semiáridas y subhúmedas secas como resultado
de diversos factores, incluyendo las variaciones climáticas
y las actividades humanas. Aquí, la palabra “tierra”
se refiere tanto a los suelos como a los organismos que
habitan en ellos, además de comprender los ciclos
hidrológicos y ecológicos que ahí tienen
lugar (Convención de Naciones Unidas de Lucha contra
la Desertificación). Las dimensiones del problema
son enormes (véase La
magnitud de la desertificación).
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En México, las zonas áridas, semiáridas
y subhúmedas secas ocupan 99 473 135 hectáreas,
es decir, más de la mitad del país. De acuerdo
con esta definición no sólo los matorrales pueden
desertificarse. Éstos abarcan 52% de las zonas secas,
seguidos por los pastizales (incluyendo los pastizales inducidos).
Bosques y selvas también ocupan dichas regiones (Figura
3.14).
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Entre 1976 y 1993, la vegetación más afectada
por las actividades humanas en las zonas secas fueron los
matorrales, que se redujeron a una tasa de 0.89% anual,
mientras que los bosques, pastizales y agricultura aumentaron
su extensión durante el periodo (Figura 3.15, Cuadro
III.3.2.16).
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Del total de la superficie en México, el 59% se
ha desertificado por degradación del suelo. Al igual
que como sucede a nivel mundial, la erosión hídrica
es el proceso de desertificación más importante
(47.5% de la superficie degradada), seguida de la erosión
eólica (38.9%, Figura 3.16, Cuadro
III.3.3.26).
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De hecho, más de las tres cuartas partes de la erosión
por viento en México ocurre en las regiones secas,
mientras que la degradación biológica es sumamente
rara (Figura 3.17). A estas cifras habría que sumar
una superficie indeterminada donde hay deterioro, pero no
en el suelo. Esta forma de desertificación rara vez
es tomada en cuenta por los estudios especializados y, por
lo general, se le considera poco común.
Las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas
secas que no han sufrido desertificación se encuentran
en el centro del Desierto Chihuahuense (cerca de la confluencia
de los estados de Chihuahua, Coahuila y Durango), el Gran
Desierto de Altar, al noroeste de Sonora, y la península
de Baja California ( Mapa
III.3.3.25). |
Al igual que en las montañas, estas regiones han
estado poco habitadas por mucho tiempo. La erosión
hídrica se concentra en las faldas de las serranías,
mientras que la erosión eólica en las grandes
planicies de San Luis Potosí, Zacatecas, Durango
y Chihuahua. Sólo las regiones secas de la costa
del Pacífico muestran grandes extensiones salinizadas.
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