2. VEGETACIÓN Y USO DE SUELO
     


Procesos del cambio de uso

Algunos de los procesos que determinan el cambio en el uso del suelo han recibido especial atención. Tal es el caso de la deforestación, que es el cambio de una superficie cubierta por vegetación arbórea o forestal, hacia una que carece de ella. La alteración implica una modificación inducida por el hombre en la vegetación natural, pero no un reemplazo total de la misma, como en el caso de la deforestación. La fragmentación es la transformación del paisaje, dejando pequeños parches de vegetación original rodeados de superficie alterada. El cambio de uso del suelo en matorrales no ha recibido un nombre específico. A veces se le incluye bajo el rubro de desertificación, en el sentido de que se trata de “degradación ambiental en zonas áridas”. De acuerdo con la Ley Forestal, los matorrales también son superficie forestal, por lo que bien se podría aplicar el término deforestación; no obstante, diversos organismos internacionales restringen este concepto a las zonas arboladas. Debido a las particularidades de los ecosistemas áridos, así como a los problemas técnicos que conlleva su estudio, aquí se les incluye como tema aparte bajo el encabezado de degradación de matorrales.

 

Deforestación

La deforestación es el cambio de uso del suelo de una superficie arbolada a otra que carece de árboles. Las selvas y los bosques, por ser vegetación arbolada, son los únicos que pueden sufrir dicho proceso. Los principales motivos de preocupación en torno a la deforestación mundial se refieren al calentamiento global, a la pérdida de biodiversidad y hábitats y a la extinción de especies. Los bosques y selvas (junto con otras cubiertas naturales) son grandes reservas de carbono en forma de materia orgánica. Al utilizar el fuego para retirar la cubierta forestal, este carbono es liberado hacia la atmósfera, donde contribuye al efecto invernadero. El fuego es el instrumento más frecuentemente empleado para los desmontes agropecuarios en México, y se estima que este proceso constituye una importante fuente de emisiones de gases de invernadero en nuestro país (su participación equivale a la mitad de las emisiones del transporte; Semarnap, 1996). Por otro lado, la cubierta vegetal secuestra el carbono de la atmósfera a través de la fotosíntesis. Este proceso se reduce notablemente cuando se retira la vegetación. Podemos apreciar la excepcional importancia que tienen bosques y selvas para el desarrollo sustentable si consideramos que el factor que más contribuye al fuerte “déficit ecológico” mexicano (véase La huella ecológica en el capítulo 1) es la carencia de superficie forestal suficiente para absorber nuestras emisiones de gases de invernadero.

La deforestación daña la biodiversidad. Al retirarse la cubierta forestal no sólo se destruyen varias especies de manera directa, sino también se modifican seriamente las condiciones ambientales locales. Muchos organismos son incapaces de sobrevivir en el nuevo ámbito o, en todo caso, ven desaparecer recursos que eran vitales para su subsistencia.

Los bosques proporcionan servicios invaluables: forman y retienen los suelos en terrenos con declive, evitando la erosión; favorecen la infiltración de agua al subsuelo, alimentando los mantos freáticos, ríos y lagunas, y purifican el agua y la atmósfera. Por otra parte, brindan diferentes bienes tales como madera, leña, alimentos y otros “productos forestales no maderables” (alimentos, resinas, fibras, medicinas), cuya importancia para la industria y para los campesinos es muy elevada en México (PNUMA–Earthscan, 2002; FAO, 2001).

De acuerdo con la definición de la FAO (que considera que una zona forestal es aquella que tiene al menos un 10% de su superficie cubierta por árboles), durante la última década del siglo XX hubo una pérdida neta anual de más de nueve millones de hectáreas en el mundo; una tasa de deforestación del 0.22% anual. Como resultado, hacia el año 2000 quedaban aún 3 869 millones de hectáreas de bosques, de los cuales el 1.43% se conservaba en México (Figura 2.6, FAO, 2001). Esta cifra alcanza el 2.59% si se incluyen solo bosques cerrados (un bosque cerrado tiene un 40% o más de su superficie cubierta por árboles). México es uno de los 15 países que, en su conjunto, preservan las cuatro quintas partes de la superficie de bosques cerrados del planeta (véase Los_bosques_cerrados), por lo que Naciones Unidas consideran prioritaria la conservación de los arbolados mexicanos (PNUMA-NASA-USGS, 2001)
A nivel mundial, la región de África es la que muestra mayores tasas de deforestación, seguida por América Latina y el Caribe (Figura 2.7). En esta última región, México es el undécimo país con mayor tasa de deforestación, sólo superado por naciones centroamericanas, algunas islas del Caribe y Ecuador. En cuanto a la superficie deforestada, somos el quinto país en el mundo que más superficie forestal pierde al año y el único miembro de la OCDE donde los bosques se están reduciendo (Figura 2.8).

 

El tema de la deforestación en México se caracteriza por la gran disparidad en las estimaciones que diferentes fuentes arrojan sobre el particular. Tan sólo en la última década se han generado cifras que van desde 316 hasta 790 mil hectáreas al año (Figura 2.9, Cuadro III.5.3.10).

Esto se debe sobre todo a la diversidad de métodos aplicados. De acuerdo con una cita de la FAO, en México anualmente se deforestan 631 000 hectáreas. Esto representa una tasa de un 1.07% anual. Una cifra similar aporta la comparación de los inventarios nacionales (CUSV 1993; IFN 2000 véase Siguiendo los_inventarios), que arrojan una cifra de 1.15% anual entre 1993 y 2000. Dichas fuentes sugieren que en ese periodo se perdieron 5 494 777 hectáreas de bosques y selvas, o 784 968 hectáreas al año: más de cinco veces la superficie del Distrito Federal (Tabla_2.1).


La deforestación depende de factores económicos. Por ejemplo, la explotación comercial en gran escala impulsa las elevadas tasas de deforestación en los estados de Chihuahua y Durango (Mapa 2.2). Los bosques de la zona están constituidos por extensas zonas dominadas por una especie, lo que hace que la extracción en cantidades industriales sea redituable a pesar de los precios relativamente bajos de la madera. Los modelos económicos predicen que los precios de la madera promueven el cambio de uso del suelo cuando son altos –se deforesta para vender– o cuando son muy bajos –no hay ningún incentivo para conservar el área forestal. Asimismo, el aumento de los precios de los productos agropecuarios provoca deforestación, debido a que los usos no forestales del suelo son más redituables (Cemda-Cespedes, 2002) o bien el mercado puede incrementar igualmente la superficie arbolada, como en el caso del café orgánico (véase Precios_y_medio_ambiente:_los_cafeticultores chiapanecos).

De igual forma, un bosque carece de valor económico cuando la extracción selectiva lo ha desprovisto de los árboles más cotizados. Aunque esta actividad no retira toda la cubierta forestal directamente, su secuela podría ser la deforestación. Los productores perciben un mayor beneficio económico al eliminar los bosques empobrecidos y emprender otras actividades productivas en ellos. Esta lógica puede ser responsable de que los bosques y selvas perturbados sean desmontados en mayor proporción que la vegetación primaria (Figura 2.4). La alteración seguida de deforestación es la ruta de cambio de uso del suelo más frecuente en México, en especial cuando se trata de selvas (Cemda-Cespedes, 2002).

Por otra parte, las zonas de vegetación secundaria en muchos casos están cerca de las poblaciones humanas, son más accesibles y muchas ya fueron cultivadas en el pasado, por lo que son más proclives a ser deforestadas. En contraste, las zonas remotas permanecen poco alteradas hasta que se abren vías de acceso para la extracción de maderas o petróleo, actividades agropecuarias, etc. Los caminos permiten la creación de nuevos asentamientos humanos dedicados a la ganadería y la agricultura, actividades que impiden la regeneración de la vegetación e intensifican la deforestación. En Brasil, por ejemplo, se ha encontrado que el 86% de la deforestación ocurre a menos de 25 kilómetros de los caminos previamente abiertos en un periodo de cinco años (WRI, 2000; Challenger, 1998).

 

 

Por todo lo anterior, las actividades agropecuarias están identificadas como las mayores responsables de la deforestación en México (Figura 2.10). Los desmontes ilegales son la segunda causa. Las cifras sobre esta actividad están incompletas en muchos casos (no es sino hasta 1997 que se tiene información de 17 entidades; no hay registros anteriores a esta fecha) y las fuentes son poco congruentes. Los incendios forestales ocupan el tercer lugar entre las causas de deforestación. Prácticamente la mitad de ellos se relacionan con la actividades agropecuarias tales como la roza, tumba y quema o la renovación de pastizales por quema. En los casos donde no se toman precauciones, el fuego puede salirse de control.

A menudo, una zona que ha sufrido un incendio no se recupera, ya que es ocupada inmediatamente para otros usos como el agropecuario o el urbano. Es un hecho que buena parte de los incendios son provocados clandestinamente con la finalidad de invadir zonas arboladas protegidas por la ley o las instituciones locales. Por último, los incendios accidentales provocados por personas irresponsables al dejar encendida una fogata o una colilla de cigarro generan un porcentaje importante de conflagraciones (Figura 2.11).

El número de incendios y la superficie siniestrada han aumentado en forma sostenida a lo largo de los últimos 30 años (Figura 2.12, Cuadros_III.5.3.1 y III.5.3.2). Cerca de una quinta parte de la superficie afectada se encuentra en bosques y selvas (Figura 2.13, Cuadro_III.5.3.3). La intensificación de los incendios se puede atribuir a varios factores: 1) La práctica de prevención de combate al fuego. Paradójicamente, en el intento por prevenir incendios en los bosques se suele acumular material inflamable, como hojas y ramas secas, en cantidades cada vez mayores, De tal suerte que si llega a presentarse una conflagración, adquiere dimensiones incontenibles. 2) Algunos fenómenos meteorológicos pueden estar relacionados con los incendios. En Yucatán, los huracanes de gran magnitud generalmente van seguidos por siniestros descomunales, como sucedió en Sian Ka’an en 1989 tras el huracán Gilberto (López-Portillo et al., 1990). También de gran importancia es el fenómeno oceánico y meteorológico conocido como “El Niño”, que provoca sequías y aumento de la temperatura en México (véase El Niño_propicia los incendios forestales).

El calentamiento global podría ocasionar un recrudecimiento de los incendios forestales en el futuro. 3) Incremento de las actividades humanas que provocan fuegos, o cambio del régimen de incendios debido a alteraciones humanas del sistema (véase la sección siguiente). Desgraciadamente no se cuenta con estadísticas que nos permitan evaluar la contribución del factor humano al incremento de los incendios.

Las zonas más fuertemente afectadas por los incendios se distribuyen a lo largo de las grandes cordilleras de México, así como en algunas selvas del sureste. En 2000, Durango, Chiapas y Chihuahua fueron las entidades con las mayores superficies siniestradas, aunque en proporción a la cobertura de vegetación natural por estado, el Distrito Federal, Tlaxcala y México fueron los más afectados (Cuadro III.5.3.2, Mapa_2.7).

 

Alteración de bosques y selvas

De acuerdo con el IFN 2000, el 40% de la cubierta forestal del país está perturbada. La CUSV reporta una cifra mayor (43.6%) para 1993. Esto es producto de la falta de congruencia metodológica entre fuentes más que de una reducción efectiva de la vegetación secundaria (véase Siguiendo_los_inventarios en este capítulo para los detalles). El análisis de cambio de uso del suelo generado dentro del IFN 2000 arrojó una tasa de crecimiento de la vegetación secundaria de 1.7% anual, que se mantuvo constante desde 1976. Una comparación de las CUSV de 1976 y 1993 (más confiables cuando se trata de vegetación secundaria) proporciona una estimación muy distinta: con un 3.43% anual, la alteración de bosques y selvas constituye uno de los procesos de cambio de uso del suelo más rápidos de nuestro país.

Las cifras de deforestación que se mencionaron en la sección previa no consideran el deterioro de la vegetación. Cuando en una localidad boscosa hay cada vez menos árboles, no se registra el cambio de uso mientras la cobertura arbórea se mantenga por arriba de un valor crítico (por ejemplo, el 10% para la FAO). Cuando el umbral es rebasado, entonces se dice que la deforestación tiene lugar. Tomemos como ejemplo las bajas tasas de deforestación de bosques entre 1976 y 1993 (Figura 2.3). Mientras que la superficie boscosa total casi no se redujo en el periodo, la superficie de bosques primarios sí se vio muy menguada (Figura 2.14). La tasa anual de deforestación y alteración combinadas fue de 0.93% anual entre 1976 y 2000, cifra diez veces superior a la tasa de deforestación sensu stricto, de 0.09%. Para el periodo 1993-2000 ocurre algo semejante, con tasas anuales de 0.77% (sólo deforestación) y 3.24% (deforestación y alteración). Estas tendencias nos muestran el enorme impacto que los procesos de alteración tienen sobre nuestro territorio. A pesar de ello, normalmente no se les da la importancia debida.

Una porción considerable de la vegetación perturbada que reportan los inventarios de uso del suelo es resultado de la regeneración de sitios que fueron deforestados. En los demás casos, la vegetación primaria se ha ido deteriorando sin que los árboles hayan sido removidos de manera simultánea.Desafortunadamente, no hay datos sobre la importancia relativa de cada vía para el crecimiento de la superficie alterada. Debido a que la primera es producto de la deforestación, analizada en la sección previa, aquí nos concentraremos en la alteración paulatina.

La forma de alteración más parecida a la deforestación es la extracción selectiva de maderas. A diferencia de los bosques templados, en las selvas coexisten decenas de especies de árboles por hectárea. La mayoría de ellos carecen de mercado, por lo que su aprovechamiento es incosteable. Dispersas entre estos árboles crecen maderas preciosas como la caoba (Swietenia) y el cedro rojo (Cedrela), que son taladas sin derribar las plantas circundantes. No obstante, se estima que durante el proceso de tala de un árbol como la caoba se daña entre 30 y 50% de la vegetación adyacente (Kartawinata, 1979 en Challenger, 1998). Otra forma de explotación de la madera es la extracción de árboles o ramas para obtener leña. A pesar de que la prohibición local de cortar leña en pie es común en México, la práctica subsiste debido a la necesidad del combustible. La quinta parte de los mexicanos utilizan leña para cocinar y consumen cerca de 36 millones de metros cúbicos anualmente (64% de la producción maderera del país, según Conafor, S/F). La superficie de la cual se extrae tal cantidad de energéticos debe ser enorme. La extracción de leña y maderas preciosas no sólo afecta directamente a esos recursos: Durante el proceso de tala de un árbol como la caoba se daña entre el 30 y el 50% de la vegetación adyacente (Kartawinata, 1979 en Challenger, 1998). Además, ambos procesos implican la apertura de caminos que son la puerta de entrada para actividades como la ganadería o la agricultura.

Hasta aquí los pastizales han sido señalados como indicadores de uso ganadero debido a que son fácilmente cartografiables y se conoce con precisión su extensión. Sin embargo, la ganadería extensiva también tiene lugar dentro de los bosques y selvas, alterando grandes superficies. El ganado afecta directamente estos ecosistemas a través del pisoteo y el consumo de las plantas silvestres que ahí crecen. Estas alteraciones perturban a su vez el ciclo hidrológico, el suelo y la vegetación en su conjunto, desembocando en erosión, pérdida de biodiversidad e incendios (Figura 2.15).

Uno de los efectos de la alteración es la modificación del microclima, que se vuelve más seco y caliente. Esto se debe en gran medida a que la cubierta vegetal reducida permite tanto el paso del viento (que generalmente es más seco fuera de las zonas arboladas) como de la radiación solar hacia el interior de la zona forestal. Si a esto se suma que actividades como la obtención de leña incrementan la cantidad de materia combustible en el suelo, las condiciones están dadas para los incendios forestales. Durante el evento de El Niño de 1997-1998 en Indonesia se pudo corroborar que la vegetación alterada se incendió espontáneamente con mucha mayor frecuencia que las selvas primarias (Page et al., 2002). Esto mismo ocurrió en México, la superficie estatal que fue afectada por los incendios asociados al evento de El Niño de 1997-1998 estuvo determinada en un 46.5% por la cantidad de bosques secundarios en la entidad. Aquellos estados que carecían de bosques secundarios prácticamente no sufrieron los efectos de El Niño (Figura 2.16).
Lo más grave es que una vez que una zona se incendia se vuelve más susceptible a siniestros posteriores, los cuales además pueden ser más intensos debido a la acumulación de materia vegetal muerta tras una conflagración (WRI, 2000). De este modo, la alteración humana de los bosques puede generar un “círculo vicioso” donde los incendios forestales son cada vez más frecuentes e intensos. Es muy importante determinar el papel de este proceso en la creciente frecuencia de las conflagraciones en México (Figura 2.12).

En todos los procesos que se han citado hay un denominador común: la alteración acarrea más degradación. Así, la vegetación secundaria es deforestada más rápido que la primaria (Figura 2.4), los accesos abiertos para la extracción de maderas preciosas permiten a campesinos y ganaderos colonizar nuevas zonas, la ganadería extensiva provoca erosión, la corta de leña promueve incendios y la vegetación perturbada es mucho más susceptible a las catástrofes naturales (como huracanes, sequías o incendios) que la vegetación primaria. Todo esto se debe a que los procesos de alteración interactúan unos con otros en forma sinérgica. Sus resultados pueden ser despreciables en un inicio, pero la sinergia acelera las tasas de cambio, hasta que se desencadenan procesos de deterioro irreversibles. A esto se le conoce como “cambios catastróficos”, y es precisamente en el ámbito de la ganadería que se han documentado con más detalle (véase Cambios_catastróficos).

Mientras que la deforestación es típicamente una forma de disturbio agudo, la alteración corresponde a la forma crónica, cuyos efectos son acumulativos, sinérgicos y cada vez más veloces, hasta volverse irreversibles (véase Disturbio natural, agudo y crónico en el capítulo 1). Cabe señalar que el disturbio crónico está ligado a los sistemas productivos tradicionales y que éstos están sufriendo procesos importantes de intensificación (véase la sección “La esfera social y el medio ambiente” en el capítulo 1). Es necesario poner especial atención a los cambios que en este sentido se están desarrollando en el campo marginado de México.

 

Degradación de matorrales

Los matorrales, huizachales y mezquitales que caracterizan las zonas áridas y semiáridas de México también han sido deteriorados por la acción humana. Sin embargo, en muchos casos la degradación de esta vegetación no recibe la importancia debida, puesto que se le considera más un problema que un recurso. Es frecuente la concepción errónea de que los desiertos son un producto indeseable de las actividades humanas. De hecho, a menudo se habla de “convertir el desierto en un vergel” a fin de remediar sus pobres condiciones. La realidad es que los desiertos mexicanos son ecosistemas ricos en especies, muchas de ellas endémicas y con importancia económica y cultural a escala local y regional.

Las estimaciones de la tasa con la cual los matorrales son transformados a otros usos del suelo son más variables que en el caso de la deforestación. A pesar de que a lo largo del tiempo los datos sugieren una aceleración en las tasas de destrucción (Figura 2.17), es probable que ello sea más el resultado del uso de diferentes métodos que un reflejo de la realidad. De acuerdo con los inventarios nacionales, los matorrales constituyen la vegetación que está siendo transformada más lentamente (Figura 2.3). Se trata del ecosistema que se preserva en mayor proporción como vegetación primaria (85% de la superficie remanente).
Al mismo tiempo, es el ecosistema que ha sido afectado más ampliamente. Considerando en conjunto tanto los matorrales primarios como los secundarios, ambos abarcan apenas 64% de su extensión original (Figura 2.2).

El matorral adquiere una gran diversidad de formas aun dentro de un espacio reducido. La vegetación que es resultado de la alteración en un sitio puede ser perfectamente natural en otro. Por ello es sumamente difícil reconocer cómo debió ser la vegetación primaria de un sitio dado o si se trata de una localidad con vegetación secundaria. Si se emplea percepción remota la situación es más complicada todavía. Por esta razón se han abordado técnicas alternativas para determinar si una zona está degradada o no. Considerando que la gran mayoría de los matorrales se emplean para la ganadería, un análisis realizado por el INE muestra que el número de cabezas de ganado rebasa la capacidad máxima del ecosistema en muchos municipios. De acuerdo con estos datos, 70% de los matorrales están sobreexplotados y, por lo tanto, en proceso de degradación. Esta cifra es muy diferente del 15% reportado en el IFN 2000 o el 13% de la CUSV 1993. Según el estudio del INE, sólo los matorrales del oriente de Coahuila, el Desierto de Altar y la porción central de la península de Baja California no están sobrepastoreados. El sobrepastoreo afecta 95% de los pastizales naturales de México, que de manera predominante crecen en el norte árido de la República (Mapa_2.8).

Cuando se habla de incendios generalmente se piensa en las imágenes de bosques en llamas que los medios difunden. Sin embargo, en nuestro país los pastizales y los matorrales son los más afectados por el fuego (Figura 2.13). Además, el porcentaje de la vegetación dañada es mucho mayor que en las zonas arboladas (Figura 2.18).

Los matorrales son ecosistemas sumamente frágiles. Así lo revela el hecho de que en las regiones de clima seco, es el tipo de vegetación sea el más afectado de cuantos ahí crecen (véase la sección “Zonas secas: la amenaza de la desertificación” en el capítulo 3). En especial, la ganadería tiene un efecto muy destructivo sobre los matorrales, puesto que cuando se elimina este factor de deterioro en las proyecciones de uso del suelo se obtienen las menores reducciones en la superficie de matorrales (véase ¿Hacia_dónde va_el_uso_del_suelo?). El ganado, como la mayoría de los procesos de alteración señalados antes, tiene un efecto muy similar sobre las zonas áridas.


Sin embargo, los ritmos ecológicos de los desiertos se cuentan entre los más lentos del mundo. Así, los efectos de las actividades humanas tardan mucho tiempo en ser borrados por el ecosistema, por lo que las consecuencias de nuevas perturbaciones se van acumulando. Consecuentemente, la vegetación de las zonas secas es muy susceptible a los procesos de alteración, ya que la aceleración y sinergia típicos del disturbio crónico son muy intensos; de hecho reciben un nombre especial: desertificación. Generalmente la desertificación se cuantifica a partir de sus efectos sobre el suelo, por lo que el tema se trata más ampliamente en la sección “Zonas secas: la amenaza de la desertificación” del capítulo siguiente.

 

Fragmentación

Cuando la vegetación original de una zona es retirada, con frecuencia quedan pequeños manchones intactos inmersos en áreas sumamente degradadas. Las barrancas y las cúspides de montañas y cerros constituyen los únicos remanentes de vegetación que quedan en muchas regiones de México. Estas “islas” de vegetación generalmente albergan menos especies que una superficie equivalente incluida dentro de una gran extensión de vegetación ininterrumpida. Algunas especies no pueden vivir en los fragmentos pequeños y numerosos procesos de degradación tienen lugar en los bordes (véase Islas,_jaguares_y_ventiscas).

Por todo esto, cuando se busca conservar la vida silvestre no basta conocer la superficie que abarca la vegetación. No es lo mismo contar con una gran masa selvática de 100 000 hectáreas que con cien fragmentos de mil hectáreas cada uno. Sin embargo, se han hecho pocos esfuerzos para conocer la magnitud del problema. Un trabajo pionero ha presentado las primeras estimaciones para selvas y bosques a nivel mundial. Las cifras son alarmantes: apenas 35% de la superficie arbolada no está fragmentada (formando zonas continuas de más de 80 km2) ni sufre efectos de borde (se encuentra a más de 4.5 km de un borde). Si bien en Norte y Centroamérica la proporción es mayor (45%), tomando sólo los datos para los tipos de vegetación que hay en México, la cifra desciende a 33%. Las selvas constituyen los ecosistemas más fragmentados (Ritters et al., 2000; véase Un_mundo_fragmentado).

Los datos más detallados sobre fragmentación para el caso de México proceden del Inventario Forestal Nacional Periódico de 1994. De acuerdo con dicha fuente, 18% de las masas forestales mexicanas está fragmentado (Figura 2.19) y las selvas son las más afectadas. La diferencia entre el IFNP 1994 y el estudio de Ritters y colaboradores se debe con seguridad a que el primero clasifica como fragmentadas aquellas zonas donde los fragmentos son muy pequeños y se encuentran muy entremezclados, dejando de lado los fragmentos medianos y grandes, que sí son considerados en el segundo trabajo. El valor de los datos del IFNP es que nos permite comparar regiones dentro de México. En general, los estados del sur y sureste del país son los más afectados (Mapa_2.9).

 
   
   
   
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